María, madre de Jesús

Lucas 1: 27 - 28

”La virgen se llamaba María. Dios envió al ángel Gabriel a Nazaret.  El ángel se acercó a ella y le dijo: “¡Te saludo, tú que has recibido el favor de Dios!  El Señor está contigo.”  (vs. 27, 28).

Al mirar a mujeres que vivieron en el tiempo de Jesús, que tuvieron – y continúan teniendo – gran influencia e impacto en el mundo, tenemos primeramente que mirar a María, la madre de Jesús.  Tradicionalmente, los estudiosos han indicado que ella nació en el pueblo de Sepohries.  Después la familia se mudó al sureste a Nazaret, donde María se comprometió con José. 

Un ángel visitó a la joven María, anunciándole el plan de Dios para su vida. El ángel le dijo que ella iba a tener un hijo por el Espíritu Santo.  Su hijo sería el Mesías prometido – el hijo de Dios – y debería llamarse Jesús.

De modo que se casaron, y después viajaron a Belén debido al censo.  Allí nació Jesús – enteramente humano, enteramente divino – el regalo de Dios al mundo.  María había experimentado la milagrosa concepción de Jesús.

Sin duda ella disfrutó criando y nutriendo a su precioso hijito.  Después, unos 10 años después de su nacimiento, ella se convirtió en una seguidora.  Ella sabía que Jesús había venido al mundo para ser parte de la humanidad y que él finalmente moriría por nuestra salvación.  El rol que ella debía jugar era singular – rol que nadie tuvo antes, ni después. Era una elegida.  Más siguió siendo tan humilde.  El lazo entre Jesús y María, su madre, permaneció fuerte hasta el final.

(Jesús) le dijo a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”, y luego dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre.”  Y desde aquel momento ese discípulo la recibió en su casa.  (Juan 19: 26, 27).

Dios eligió a María para dar a luz a su Hijo.  Confiaba en ella.  Todo lo que ella quería hacer era ser obediente, ser usada en cualquier forma que Dios dispusiera:

“Aquí tienes a la sierva del Señor” – contestó María – “que él haga conmigo como me has dicho” (Lucas 1:38).

 

Que nosotros también estemos dispuestos a ser usados por Dios como sus humildes siervos.